Más-Que-Humanes
El lapacho que brindó refugio y amor en la selva amazónica y un día se convirtió en una mesa en Nueva York
H.s. falleció a los 53 años y dejó innumerables hijos y miles de amigos, con los que se entrelazó durante su acogedora vida
Jaqueline Sordi
14 nov 2023
Mielero Piquicorto es un animal inquieto. Ave de patas finas y alas rápidas, tiene la curiosa costumbre de ponerse boca abajo en las ramas de los árboles para alcanzar la base de las flores de las que extrae el néctar, una de sus principales fuentes de alimento. Cada vez que veía a H.s. en la selva, entre el manto verde de la Amazonia, sabía que había llegado el momento de ponerse las botas. Con sus vibrantes flores amarillas en forma de embudo, como pequeñas cornetas, H.s., un imponente lapacho de 23 metros de altura, era desde hacía tiempo un viejo conocido de los pájaros e insectos de la región. Sabían que, durante el verano amazónico, cuando disminuyen las lluvias, escasea el alimento y muchos árboles necesitan resguardarse para sobrevivir, a los lapachos les gusta lucir su deslumbrante floración. Con ella, dan refugio, alimento y hospitalidad a otras muchas especies. Durante uno de esos veranos abrasadores, cuando el todavía joven H.s. vivía una de sus primeras floraciones, comenzó la amistad con Mielero Piquicorto.
En cuanto lo divisó por primera vez, sin entender muy bien por qué se sentía tan atraído por aquella criatura pavoneante con colores intensos, el pájaro notó algo extraño: en aquellas ramas había una agitación abundante y variada. Periquitos, colibríes y abejas revoloteaban por la copa en movimientos efusivos, formando una curiosa y desorganizada sinfonía.
Tras acercarse con cautela, Mielero Piquicorto se relajó. Vio que, a pesar de la multitud, siempre había sitio para uno más. Se posó en una de las ramas e, intrigado, se resignó a observar. Se dio cuenta de que en el interior de las vistosas flores amarillas había unas pequeñas rayas rojizas. Atento al ir y venir de los insectos, se imaginó que H.s. las había diseñado cuidadosamente, como pequeñas pistas de aterrizaje. Le pareció gracioso. De hecho, indicaban el camino hacia el néctar, ese deseado líquido azucarado concentrado en la base de la flor. Los abejorros, esas abejas robustas y peludas, llegaban por docenas en una marcha sincronizada y, guiadas por ese camino, entraban en las pequeñas cornetas amarillas y salían poco después con cara de satisfacción. Mielero Piquicorto, que no tenía un pelo de tonto, pronto empezó a hacer lo mismo.
Ese lado acogedor de H.s. le venía de familia
Su ADN contiene, desde hace milenios, la comprensión de que interactuar con su mundo es esencial para la supervivencia y el bienestar. Incluso antes de nacer, H.s. ya se había dado cuenta de que tenía que entenderse con el viento para convertirse en vida. Cuando su madre lo lanzó al aire como semilla —un pequeño grano dotado de alas—, se dejó guiar por las corrientes para identificar cuál era el mejor lugar para echar raíces. Establecido en el suelo húmedo y profundo de un pequeño rincón de la Amazonia, empezó a extenderse como quien se estira en una mañana tranquila y despejada. Por la parte superior, se alargó en forma de tallo y hojas. Hacia el interior de la tierra, se extendió como raíz. Y en ese lugar estrecho y sin luz, H.s. también entabló sus primeras relaciones.
Mientras se afianzaba en el subsuelo, se vio sorprendido por hongos y bacterias que se le acercaron y, poco a poco, se acomodaron en sus raíces. A la vez que intercambiaban nutrientes con él, le presentaron a H.s. una compleja red subterránea de raíces, hongos y bacterias que conectan silenciosamente (para los oídos más desprevenidos) árboles y plantas entre sí. Curioso, H.s. no pudo resistirse a acercarse y se dejó envolver, poco a poco, por esa enmarañada red formada por miles de otras criaturas de la selva, en la que aprendió una de las muchas formas de comunicarse con la vida que lo rodeaba. A través de esta red de evolución milenaria, recibía señales de otros árboles cuando había peligro cerca, avisaba y era avisado de los períodos de abundancia y escasez.
Un árbol cuidaba del otro y, juntos, se fortalecían
Arriba, las cosas eran un poco más complejas. Al principio, H.s. tenía sentimientos ambiguos hacia el sol. El calor le gustaba, por lo que se estiraba en su dirección. A la vez, no sabía muy bien cómo aprovecharlo, ya que a veces era acogedor y otras, abrasador. Su madre ya sabía que sería así y, con el cuidado que solo tienen quienes dan vida, había dejado una reserva de energía almacenada en su semilla para que madurara sin percances.
H.s. necesitó cierto tiempo para que su complejo cuerpo cobrara sentido. Y entonces, a los cinco meses de vida, se produjo una pequeña gran revolución: cuando sus raíces lo avisaron que podía extraer agua y sales minerales del suelo y llevarlas a las hojas, que a su vez eran capaces de absorber la luz solar y convertirlo todo en glucosa, H.s. se volvió independiente. Empezó a producir su propia energía. Cuando descubrió la fotosíntesis, también se descubrió como árbol y, así, comenzó la primera gran fase de su vida. Empezó a dictar su propio ritmo de crecimiento, a multiplicar sus hojas anchas y puntiagudas y a engrosar el tronco firme y maleable. Se convirtió en un ser maduro.
No tardó en atraer la atención de las hormiguitas que circulaban por allí. El grupo, del género Camponotus, al principio asustó a H.s. Eran pequeñas, oscuras y tenían antenas largas y puntiagudas. Se acercaron por centenares, luego por millares, determinadas. Subieron por el tronco hasta alcanzar las ramas y, finalmente, se detuvieron sobre las hojas, en las que reconocieron unas pequeñas glándulas, los nectarios extraflorales, que segregaban una deliciosa sustancia azucarada. Aunque no entendía por qué, H.s. ofrecía ese sabroso festín a las pequeñas criaturas, algo que no era muy común entre los árboles de la región. Las hormigas se alimentaban y volvían al suelo sin hacerle daño, dejándole solo una sensación de extrañeza.
Después de algún tiempo, al repetirse estas visitas, se dio cuenta de que el azúcar que acumulaba en las hojas, que sus vecinas venían a recoger, era también una herencia de generaciones pasadas. Para poder vivir en la selva a lo largo del tiempo, sus padres, abuelos y tatarabuelos desarrollaron una fuente de néctar fuera de las flores, para atraer a visitantes como hormigas y arañas que, mientras se alimentan, mantienen alejados a los depredadores capaces de dañar sus hojas.
H.s. se sentía protegido por aquellas pequeñas criaturas, que le sirvieron de inspiración para cuidar a sus compañeros de la selva. En primer lugar, ensanchó y engrosó la copa, ofreciendo un lugar seguro donde los viajeros que pasaban por allí podían descansar y cobijarse. Los agitados monos capuchinos, que solían merodear por la zona, no tardaron en interesarse. Empezaron a brindarle a H.s. unas ensayadas coreografías de saltos entre sus ramas, que dirigían con las ágiles colas. También aprovechaban las ramificaciones para sentarse y descansar. Alegre y confiado, el árbol reafirmó aún más su tronco, proporcionando seguridad para que musgos, helechos, orquídeas y bromelias crecieran en su cálido cuerpo, con lo que añadió un poco de color y delicadeza al típico degradado de marrones de su tallo.
Así siguió durante algún tiempo, verano tras verano. Hasta que, a punto de cumplir cuatro años, cuando se acercaba otro período de sequía en la selva, H.s. sintió una extraña excitación, una especie de ebullición interna que se extendía por sus vasos conductores como la dopamina fluye por las venas (ah, las hormonas). Estaba listo para experimentar otra revolución: la madurez. Los factores internos y externos (temperatura y humedad) indicaban que había llegado la fase reproductiva.
Era hora de dar a luz a sus propios hijos y entregarlos a la corriente del aire
En ese momento, H.s. sospechó que necesitaba su propia estrategia para hacer destacar su sexualidad entre tantas distracciones que existen en la selva. Así que, antes de nada, se desnudó, dejando caer todas las hojas al suelo. Esas ramas desnudas no pasaron desapercibidas. El hormiguero se alborotó: «¿Han visto cómo ha cambiado H.s.? ¿Se habrá terminado nuestra relación?», se preguntaban las hormigas. Pronto se dieron cuenta de que no era así. Las hojas volverían, cada vez más verdes, vistosas y jugosas. Listas para darles la bienvenida con un festín de néctar, año tras año. Solo era cuestión de tiempo.
Pero, antes, H.s. tenía que envanecer. Si hasta entonces su color y su forma le daban un aspecto un poco soso en medio de la selva, había llegado el momento de brillar. De las mismas ramas donde antes crecían las hojas verdes y puntiagudas, empezaron a brotar cientos de pétalos vibrantes, formando cálices cuidadosamente diseñados. En pocos días, su copa se cubrió de racimos dorados, que cobijaban ovarios pubescentes, capaces de atraer la atención incluso de los que volaban lejos, como Mielero Piquicorto. H.s. sabía que tenía que atraerlo, fascinarlo, junto a otras aves e insectos, para completar esta importante etapa de su vida. Había entendido que eran los únicos capaces de llevar el polen, que se esparcía por la parte superior de las flores, en un viaje al encuentro del óvulo, protegido en su base. Este movimiento era esencial para completar la fecundación. Pero el amarillo vibrante por sí solo no bastaría para seducirlos. Por eso, sobre la misma base, recurrió también a otra táctica de atracción: ofreció otro festín de néctar.
La estrategia tuvo éxito, y durante los 15 días de su primera floración, H.s. estuvo inmerso en un animado, dinámico y energético período de intensas visitas. Incluso le confundía la mezcla de ritmos: las alas batiendo a distintas frecuencias a veces armonizaban y otras desentonaban con los agudos cantos de los pájaros. Además de abejas y colibríes, también había periquitos y caciques lomirrojos, unos pequeños pájaros negros de ojos azules y pico amarillo. Era una fiesta de colores en busca del sabroso néctar.
Algunos respetaban el camino que había trazado el árbol, que indicaba, con las rayas rojas en el interior de los pétalos, dónde debían ir a alimentarse y, en consecuencia, a fecundar. Otros, más impacientes, como Tangara Azuleja, ignoraban la ruta que proponía H.s. y, con movimientos furtivos, clavaban el pico directamente en la base de la flor, perforándola para robar el azúcar. También había quienes se sentían atraídos únicamente por el sabor de los pétalos, como los monos aulladores. De nariz chata y pelaje intenso, empezaron a compartir el espacio de las ramas con todos los animales alados, encontrando no solo alimento sino también compañía y protección durante aquellas intensas semanas.
Tras el período de agitación, H.s. sintió que debía centrar sus energías en el desarrollo de los embriones. Al fin y al cabo, todo ese esfuerzo no podía ser en vano. Necesitaba un poco de paz y concentración. Marchitó los pétalos para alejar a los efusivos visitantes y empezó a concentrarse en el desarrollo de los secos y alargados frutos. Con forma de vaina, tenían una cáscara gruesa y amarga para proteger a los cientos de semillas que albergaban. Ese diseño les permitía darles el tiempo de maduración que necesitaban antes de estar listas para salir al mundo. Incluso con esa protección, algunas eran interrumpidas a mitad de camino por papagayos, que, con su poderoso pico, perforaban los frutos para usarlas de alimento. A H.s. no le importó mucho. Sabía que la mayoría de las semillas se conservarían hasta que se arrojaran al viento. Y así fue.
Todo el proceso duró unos tres meses y a H.s. le aportó, además de muchas novedades, aprendizajes que llevaría consigo para siempre. La inquietud de sus primeros años, período en que tuvo que aprender a leer la selva mientras se entendía como árbol, poco a poco se fue transformando en calma. Se volvió sabio. Comprendió la dimensión cíclica de su existencia. Y así, poco a poco, fue restableciendo sus hojas, recuperando viejas amistades y fortaleciendo los nuevos lazos que se formaban con cada floración.
Varias especies de aves, al igual que Mielero Piquicorto, empezaron a visitar H.s. todos los años, sabiendo que al principio del verano encontrarían allí un cuerpo que las acogería, les daría refugio y las alimentaría. Esperaban una amistad larga y fiel. Al fin y al cabo, sabían que en esa selva los lapachos podían vivir hasta 100 años. Lo que ninguno imaginaba era que otro animal llevaba tiempo con la vista puesta en H.s.: el hombre-mercancía. Era una especie temible que a menudo no entendía el valor de la vida y había aprovechado la misma estrategia que Mielero Piquicorto —que sobrevuela la selva para localizar las vibrantes flores del lapacho— para mapear los árboles y trazar la próxima ruta de destrucción.
A diferencia de los otros animales, no buscaba refugio, sino dinero
Ni H.s. ni sus visitantes tuvieron tiempo de darse cuenta de que el peligro se acercaba aquella húmeda mañana de agosto, cuando el árbol tenía 53 años. Todo fue muy rápido. Mielero Piquicorto se acercaba, feliz por el reencuentro anual con H.s., cuando un ruido ensordecedor le desestabilizó las alas.
Tuvo que posarse en el suelo y sintió la tierra temblar bajo sus delgadas patas. Se desequilibró y cayó. Cabeza en el suelo y patas arriba, pudo divisar que unas pesadas máquinas, con dientes afilados, se acercaban a H.s. y le perforaban la base. Vio como la savia escapaba de su tronco y se derramaba sobre la tierra. Asustado, observó como los pájaros que siempre ensayaban por ahí sus coreografías huían despavoridos. Le ofuscó la brusca caída de aquel enorme tronco de vida, que dejó un claro en medio de la densa selva. Prestó atención al renuente desprendimiento de los hongos, que pronto se dieron cuenta de que allí ya no había vida.
H.s., un lapacho al que los humanos acordaron denominar Handroanthus serratifolius (nombre que reciben las iniciales de este vidario), fue asesinado por la codicia humana. Dejó innumerables hijos y miles de amigos, con los que se entrelazó durante su acogedora existencia y que ahora eternizan su memoria.
Y la vida se convirtió en una mercancía
Tras aquel alboroto, Mielero Piquicorto y los otros pájaros, aturdidos, contemplaron desde el suelo como el cuerpo inerte de H.s. era arrastrado hasta un camión, mezclándose con cientos de seres como él. No podían saberlo, pero los lapachos están de moda. Con sus troncos duros y resistentes al agua y al fuego, estos árboles han adquirido fama mundial como madera comercial y, en los últimos años, se han convertido en las víctimas favoritas de la codicia humana.
H.s. descansaba ahora en la trasera del vehículo, que esperaba a que se pusiera el sol para salir al asfalto de la BR-163, la carretera que atraviesa literalmente la Amazonia. Al anochecer empezaba un camino largo y tortuoso, hecho de desvíos y baches y calculado para burlar la fiscalización en la oscuridad de la selva.
Era el comienzo de otra empresa de éxito para el hombre-mercancía
Al amanecer, en una parada de un ruidoso y polvoriento aserradero al borde de la carretera, las sutilezas de las curvas de sus troncos fueron rasgadas y rectificadas, preparadas para la venta. Se convirtieron en las llamadas tarimas de lapacho o de ipé, nombre de las tablas rígidas que aumentan su valor comercial. En Estados Unidos llegan a costar 6.000 dólares por metro cúbico, la medida del valor que H.s. tendría ahora en ese nuevo mundo.
Ya dentro de los estándares, H.s. emprendió un viaje de 6.000 kilómetros por tierra y mar hasta la sala de exposición de una lujosa tienda de muebles hechos a medida, situada en el corazón de Manhattan, el barrio más rico de Nueva York. La delicadeza de sus vetas no tardó en llamar la atención de los transeúntes. Pronto lo eligieron entre tantos troncos de distintas tonalidades, y luego lo pulieron, para convertirlo en la pieza central del rosado comedor de un ático recién reformado en el Upper East Side, un barrio privilegiado de la ciudad estadounidense. En un edificio alto con vistas a Central Park, el famoso parque de la ciudad, se convirtió en la gran atracción del inmueble, comprado por una familia que buscaba estar más cerca de la naturaleza.
H.s., que antaño envolvía enredaderas, cobijaba monos, sostenía bromelias y hacía brillar los ojos de tantas aves, yacía allí. Muerto, ahora se utilizaba para apoyar cubiertos y vajillas.
En su cada vez más desarbolada parte de la Amazonia, Mielero Piquicorto nunca más encontró otra vistosa floración de lapacho.
*La historia de H.s. es ficción, basada en minuciosos datos científicos, en estudios e investigaciones periodísticas que revelan el camino de la extracción ilegal de madera en la Amazonia
La Muerte En Números
- 120% Fue el aumento de la deforestación de lapachos entre 2007 y 2019 en la Amazonia brasileña
- 76% Fue el aumento de la venta de lapachos de 2010 a 2016 y de 2017 a 2021. Los mayores compradores fueron Europa, Estados Unidos y Canadá
- 96% De los lapachos exportados de la selva amazónica entre 2017 y 2021 procedían de Brasil
- 38% Del área donde se registra la extracción de lapachos en la Amazonia no ha sido autorizada por el IBAMA
- 15% de la extracción ilegal se produjo solo dentro de zonas protegidas, como tierras indígenas y unidades de conservación
Hoy en día, los lapachos están incluidos en la lista del Apéndice II de la Convención sobre el Comercio Internacional de Especies Amenazadas de Fauna y Flora Silvestres (CITES), que establece normas específicas para extraer especies que podrían desaparecer si siguen siendo objeto de una explotación excesiva.
Equipo
Más-que-humanes es un proyecto fruto de la asociación entre SUMAÚMA y el Más que Derechos Humanos (MOTH), una iniciativa de la Clínica de Defensa de los Derechos de la Tierra de la Facultad de Derecho de la Universidad de Nueva York (NYU).
Investigación Y Texto
Jaqueline Sordi
Ilustraciones
Hadna Abreu
Concepción Y Edición
Talita Bedinelli
Coordinación De Flujo
Viviane Zandonadi
Verificación
Plínio Lopes
Revisión Científica
Lúcia G. Lohmann, Profesora de biología de la Universidad de São Paulo y de la Universidad de California
Revisión Ortográfica (Portugués)
Valquíria Della Pozza
Traducción Al Español
Meritxell Almarza
Traducción Al Inglés
Julia Sanches
Web
Disarme Grafico
Dirección Creativa
Bruno Ventura
Diseño
Flávio Vivório
Bruno Ventura
Desarrollo
Mario Medina
Alexandre Olivati
Asistente De Desarrollo Web
Enzo Magioli
Coordinación Del Proyecto Más-Que-Humanes
Talita Bedinelli (SUMAÚMA)
Carlos Andrés Baquero-Díaz (NYU)
Dirección Del Proyecto
Eliane Brum (SUMAÚMA)
César Rodríguez-Garavito (NYU)
Administración De Proyectos Especiales
Juliana Laurino
Administración Financiera
Mônica Abdalla
Asistencia Administrativa
Marina Borges